18.8.19

Crítica. Érase una vez en Hollywood: Tarantino se pone nostálgico

Mi película favorita de Quentin Tarantino es Jackie Brown. Lo sé porque la puedo ver mil veces que no me canso, porque por fin se atrevió a poner al temido Robert de Niro como si fuera un tontainas y porque tras las violentas Reservoir Dogs y Pulp Fiction (peliculones) se atrevió con otra cosa, más pausada y tranquila. Cuando comienza Érase una vez en Hollywood me marea la música, encadenada sin ton ni son, guiando a los actores que conducen sus coches por la meca del cine (hasta suenan Los Bravos). Tarantino se gasta la pasta (en canciones de la época, en neones nostálgicos) para sumergirnos en los últimos estertores de una década, la de los 60, fin de la ingenuidad en EE UU. Brad Pitt llena la pantalla, no quiero que desaparezca nunca. Es el típico actor rubio californiano, con su camisa hawaiana y sus vaqueros. Es fácil empatizar con él porque vive la vida, sin preocupaciones, sabe quién es y lo que quiere. Como doble de acción del personaje de Leonardo DiCaprio permanece en segundo plano, acata órdenes, es el chico de los recados del actor, su amigo y confidente. DiCaprio es una estrella a punto de apagarse, pues siempre interpreta al villano en series de televisión. Es famoso y está forrado, pero siente que no está haciendo las cosas bien, que se merece más. A diferencia de Brad Pitt no disfruta del momento y ansía lo que no tiene. DiCaprio es como aquel Robert De Niro que se reía de sí mismo. Me recuerda a su interpretación de El renacido, forzándola un poquito más. Los primeros planos de los que abusa Tarantino nos acercan a DiCaprio de tal manera que sentimos sus lágrimas, sus sudores, sus esfuerzos por alcanzar la perfección. Me cansan las escenas dedicadas al western, donde su personaje se ha hecho un nombre. Eso sí, el momento vibrante de DiCaprio con la niña es excepcional, con ese "es la mejor actuación que he visto en mi vida". Cuando salto del luminoso Brad Pitt al polvoriento DiCaprio me da bajona. DiCaprio tiene las de perder, con su sombrero, su bigotón y sus espuelas, pues debe competir también con la belleza angelical de Margot Robbie que interpreta a la malograda Sharon Tate. La actriz prácticamente no habla, simboliza al actor que triunfa, que puede estar a las puertas de una gran carrera, que es feliz con sus pequeños papeles o bailando en una fiesta de la mansión Playboy (junto a Michelle Phillips y Cass Elliot, de The Mamas and The Papas, en un evidente anacronismo, pues Playboy no existía). Hay un momentazo incomparable en el que entra a un cine para ver su película La mansión de los siete placeres y la que aparece en pantalla es la Sharon Tate real (Debra, su hermana, le asesoró para el personaje). Estos tres personajes son vecinos, pero no se conocen. DiCaprio aspira a trabajar con Polanski, pero nunca ha llamado a su puerta. Pitt convive con una perra adiestrada, tan perfeccionista en lo suyo como él. La amistad entre Rick y Cliff, un bromance en toda regla, se mezcla con la secta de Charles Manson que aparece muy brevemente (Damon Harriman tiene más papel en la segunda temporada de Mindhunter). Tarantino da protagonismo a los hippies, consecuencia del descontento social. Siento que para Tarantino aquellos hippies son los millenials ultra de ahora (los mismos que a estas alturas denuncian que su cine es misógino). Intentaron cambiar las cosas que estaban mal, de una forma tan radical que perdieron la noción del bien y del mal, queriendo arramplar con todo para empezar de cero, una utopía. Todo mezclado con drogas, psicodelia, sexo libre y violencia. Como en Jackie Brown, Tarantino se toma su tiempo para el zambombazo final. Utiliza a personajes de la época y los recuerda a su manera, desmitificando en cierta manera al mito. Bruce Lee era un chulito, Steve McQueen (Damian Lewis), un cotilla. Si en el salvaje Oeste los hombres se defendían con sus pistolas, Tarantino se imagina ese mismo contexto para la Familia Manson. Porque Érase una vez en Hollywood (inspirada en el título de Érase una vez en América, de Sergio Leone, su director favorito) es una fábula, un sueño, un imposible, muy en la línea de Malditos bastardos. Un compendio de todo el cine de Tarantino (títulos de crédito en amarillo, ataque a los genitales, el tabaco Red Apple), y, por supuesto, sus nazis, sus vaqueros (Los odiosos ocho, Django desencadenado), sus artes marciales (Kill Bill), sus especialistas (Kurt Russell y Zoe Bell en Death Proof), sus fetichistas pies y azafatas de la Pan Am (Jackie Brown)… Y para las niñas de la secta, además de una hipnótica Margaret Qualley, de Lena Dunham (la voz de una generación también en los 60), de la televisiva Mikey Madison (Better Things), haciendo de Sadie, Dakota Fanning y Austin Butler, Tarantino echa mano de las hijas de sus protas y colegas (como cerrando un círculo): Rumer Willis, hija de Bruce Willis; Maya Hawke (hija de Uma Thurman); Harley Quinn Smith (hija de Kevin Smith). Una pena que desaproveche talentos como los de Scoot McNairy, Clifton Collins (Westworld), Victoria Pedretti (La maldición de Hill House), Sydney Sweeney (Euphoria) y Luke Perry, en su última película. En los títulos aparece Tim Roth, cuyo cameo finalmente se cortó.

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