Tenía gran interés en ver Café de Flore. Por su director
y guionista, Jean-Marc Vallée, con dos muy interesantes películas en su
currículum –C.R.A.Z.Y. (2005), sobre un niño, luego adolescente, y la relación
con su padre, y La reina Victoria (2009), y su historia de amor con el príncipe
Alberto–, y también por el resurgimiento de Vanessa Paradis, a la que había
perdido la pista, y de absoluta actualidad tras su separación de Johnny Depp.
Café de Flore es una canción que ha marcado a los dos protagonistas (la afeada Paradis
y el atractivo Kevin Parent), en dos historias muy diferentes, pero con un nexo
en común: un amor desgarrador. El de una solitaria madre hacia su hijo, con
síndrome de Down, y el de un popular dj y las dos mujeres de su vida: la madre
de sus hijas y su actual novia. ¿Existe nuestra media naranja? ¿Es posible
medir el amor? ¿Cómo sabemos si nuestras decisiones son las correctas? Vallée
lanza al aire preguntas, mientras nos disecciona en imágenes el día a día de
estos personajes, sus luchas internas, sus miedos y alegrías, su rutina. Si
bien Café de Flore contiene algunas escenas de preciosa factura (se fija en el
detalle, como una polaroid que captura ese preciso y precioso momento), es en
el sonido del filme, algunas veces estridente, donde se nos incomoda. Salta de
una historia oscura y triste (o ésa es la sensación que transmite), a otra más
optimista, o al menos, no tan aparentemente trágica. Y es en este duelo de
imágenes, de historias incompatibles, donde tenemos la sensación de que una de
las dos narraciones sobra. De que estamos ante dos películas –muy ambiciosas– en
una.
[Crítica publicada en Cinemanía agosto]
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